"No me puedo creer que tenga que dormir sola en Menorca. ¿Y mi compañera? ¿Por qué no se queda conmigo en el hotel? ¿Por qué a ella la devolvéis a base y a mi me dejáis de línea allí?"
No daba crédito. No era justo. Aquella noche era el cumpleaños de una de mis mejores amigas y yo quería volver a casa, a Valencia, a mi base. Sabía que ésto podía pasar: tenía una imaginaria y al día siguiente un día Franco, así que pese a que me resistía a creerlo, sabía que era mi trabajo y que tenía todas las papeletas para salir a volar aquel día. Pero lo que más me fastidiaba era que mi compañera volvía a casa situada en un avión como pasajera mientras yo cenaba en el hotel y me quedaba a dormir allí.
Bueno – pensé- por lo menos me dejan en Menorca y a media tarde. Me dará tiempo a hacer un poco de turismo por la isla.
Nunca había estado en Menorca. Así que cambié el chip y el día se pasó relativamente rápido.
Me bajé del avión cerca de las 5 de las tarde. Lucía el sol. No hacía un calor excesivo, pero sí bastante humedad. Así que llegué al hotel (un edificio más bien antiguo al este de Mahón) y después de darme un baño en la piscina, me dispuse a callejear la capital de la isla.
Esta vez llevaba ropa. Me sentí de verdad una azafata turista con todo controlado. No tuve que hacer turismo con los zapatos del uniforme, ni utilizar la rebequita azul marino para resguardarme del frío. Estaba equipada como una buena azafata que hacía turismo. Aún así, y para seguir la tradición, me di un paseíllo por la zona comercial, me dejé llevar por la fiebre del algodón blanco con puntilla “rollo ibicenzo” y me volví a comprar otro vestido blanco y las avarcas que siempre acababan en un cajón y que nunca me calzaba.
Se había hecho tarde. Volví al hotel deseando que hubiese alguna compañera, algún técnico…alguien con quien cenar y hablar un rato.
Pero después de que el recepcionista me confirmara que la otra tripulación que llegaba esa noche, cenaría en el Restaurante Grill (al lado del aeropuerto) me dí por vencida y cené sola en el restaurante del hotel.
Más aburrida que un cangrejo en un cubo, subí a mi habitación y me tiré en la cama a ver un programa de cotilleo, con la esperanza de dormirme pronto.
Pero cuando apagué la luz, un ruido un tanto inquietante me sacó del trance en el que estaba mientras veía cómo la Esteban (que por aquel entonces era igual de desagradable que hoy, pero no se prodigaba tanto por la televisión) cerraba los ojos mientras hablaba.